Virgina
Woolf escribió un ensayo de decenas de páginas sobre la enfermedad y la
poesía. Un matrimonio blanco de melancolía. En ese texto, “On Being
Ill”, la escritora del “stream of consciousness” argumenta que son los
enfermos los que mejor saben ver al cielo. Como si desde ese páramo
abismal en el que los sitúa su malestar se pudiera contemplar con mayor
amplitud el azul centelleante; ciertamente, con mayor deseo de ese
empíreo que se arranca del ser y parece tan distante e inalcanzable como
un sueño a punto de olvidarse. La intensidad de sentir la ausencia/ una
hiperestesia de la evanescencia.
El ensayo de Woolf tiene reseñas mixtas. La crítica Judy Schlevist escribe en el NY Times que Woolf es tan “sentimental que es vergonzoso”, por otro lado este artículo de Open Culture
sugiere que en ese texto está uno de los mejores enunciados del idioma
ingles (uno de esos enunciados larguísimos en los que fluye la
conciencia y se desperdiga, transparente e intoxicada de poesía o
verborragia). Aquí la oración más famosa:
Considerando cuán
común es la enfermedad, qué tan tremendo es el cambio espiritual que
conlleva, lo asombroso que es cuando las luces de la salud se apagan,
los países ignotos que se revelan, qué desiertos y yermos del alma un
ligero ataque de influenza muestra, qué precipicios y céspedes rociados
con flores brillantes una leve fiebre produce, qué antiguos y obstinados
robles son desenterrados por la acción de la enfermedad, cómo vamos
hacia abajo al pozo de la muerte y sentimos el agua de la aniquilación
más cerca sobre nuestras cabezas y despertamos pensando sólo para
encontrarnos en presencia de ángeles y arpistas cuando nos han quitado
un diente y surgimos a la superficie en la silla del dentista
confundiendo su “Enjuágate la boca — enjuágate la boca” con el
recibimiento de la deidad inclinándose desde el piso del cielo para
darnos la bienvenida –cuando pensamos en esto, como se nos obliga con
frecuencia, se vuelve extraño que en verdad la enfermedad no haya tomado
su lugar junto al amor, la guerra y los celos entre los temas centrales
de la literatura.
De cualquier forma, me parece, es
materia fértil de reflexión. Woolf considera que la enfermedad debería
de ser uno de los temas arquetípicos de la literatura, la épica del
obstáculo humano con su odisea concentrada en el cuerpo o en la
psicogeografía del enfermo. Existen evidentemente grandes libros sobre
la enfermedad, como La montaña mágica de Mann, pero ciertamente
no se comparan con los textos que han sido dedicados al amor o a la
guerra. Quizás es porque en realidad “existen los enfermos y no las
enfermedades” y la universalidad de la enfermedad palidece a lado del
fervor unificante –el abrazo cósmico– del trance amoroso o del pulso de
la guerra –el río de sangre que fluye por los continentes. Tal vez es
simplemente que la enfermedad no es tan atractiva –más que como visión
de lo sórdido y escuálido, algo que es atractivo solamente para el
dandy, que transfigura la decadencia.
También es cierto que el tema de la
enfermedad se confunde con el tema de la muerte –es una muerte
enmascarada, paulatina y ubicua–; un motivo abundante en la literatura
que difumina a la enfermedad en el foco de la muerte. “La naturaleza no
tiene reservas en ocultar –que al final ella conquistará; el calor
dejará el mundo; entumidos de escarcha dejaremos de arrastrarnos por los
campos”, dice Woolf. Quizás el enfermo, más que ser el más capacitado
para ver el cielo y el alto fulgor, es quien puede ver la muerte en
todas partes –aquello que llena los espacios vacíos, los escombros, los
rincones y crepita con su autoridad secreta. Ve la muerte en todas
partes porque sobre todo, cuando vemos el mundo, nos vemos a nosotros:
el lienzo de la realidad está pintado con los rayos de nuestros ojos. Y
la idea de Woolf (cuya enfermedad era más un clima mental) de que el
enfermo está en una especie de estado de gracia poético (“la enfermedad
aumenta nuestras percepciones”) es un reflejo de su propia visión
poética del mundo, de su inclinación melancólica, de su agudez
perceptiva que salía a flote en la depresión o en el dolor. Pero la
enfermedad, salvo en esta transmutación psíquica o en breves momentos de
conciencia exaltada que podrían ser como puntos críticos de embriaguez
de un organismo sometido a privaciones (la alucinación del hambre, del
insomnio, de no cesar), tiende a la tumescencia, la disipación, el tedio
y la poca claridad. Otra cosa es la visión de quien ha vencido la
enfermedad, de quien se alza de nuevo después de la batalla consigo
mismo, después de la noche lisiada. Otra cosa es el mundo cuando se
escapa al menos por un momento de la enfermedad para verlo con los
sentidos renovados, con la vitalidad recobrada, con el intelecto que se
vuelve alado (como esa serpiente que de las profundidades se eleva) y,
desde el bajo fondo que había sido nuestro aborrecido hogar, vemos la
luz que baña todas las cosas, que transmite la misma vida y de la cual
–volvemos a saber y a beber– somos parte coral y potencia.
¿Hay cierta poesía en la enfermedad? Hay
poesía en todas las cosas, si uno es capaz de verla (como esas
espirales doradas ocultas en la geometría de la naturaleza o esas
ciudades con sus máquinas perfectas dentro de las células). La poesía
está en el mundo, pero sólo si somos capaces de verla: la poesía está en
la mente y en la mirada. Quizás el mundo no es diferente de aquello que
llamamos mente: un campo eterrealizado –flores que son estrellas que
son sueños– pensamiento físico de los dioses. Dioses que,
paradójicamente, según Jung (y tal vez en auxilio de la tesis de Woolf),
en nuestra época se han convertido en enfermedades.
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